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Thursday, July 29, 2010

La tragedia del diente

Yo andaba presumiendo por todos lados, "soy bien alivianada goeeeei", le decía a todos, "yo no soy la típica mamá que al primer estornudo están llamando al pediatra, no, yo no me obsesiono con el color y consistencia de las popós de mi hija ni me altero al menor llanto, yo tengo los pies bien plantados sobre la tierra y sé cuándo hay que preocuparse y cuándo no".

Ajá

Hace unos cuántos sábados, la Frijolita y yo fuimos al Baby Shower de mi amiga la Tica y estaba duro y dale que quería jugar con la pulsera de otra de mis amigas, así que se la prestamos porque ¿qué podía pasar? Al rato ahí andábamos preocupadas sacándole piedritas de la boca que había logrado quitarle a la pulsera -¿cómo? No lo sé- prueba número 546,826 de que a los bebés no se les puede dejar nada. Yo quedé tranquila después de cerciorarnos de que le habíamos quitado a la nena todas las piedrecitas que andaban sueltas y me olvidé del asunto.

Al otro día, estaba arrullando a la Frijolita y se me ocurrió dejarla que me mordisqueara el dedo, pero tuve que retirarlo rápidamente porque me puso un mordidón de aquellos (auch) ya que le estaban saliendo los dos dientecitos de en medio de abajo -o como dirían elegantemente los dentistas, los incisivos centrales- y estaban de lo más filosos.

Se me ocurrió entonces asomarme a ver cómo iban saliendo los dientecillos ya que en general no nos deja verlos bien, y entonces comenzó la tragedia...

Juro que el dientecito de la derecha (su derecha... de ella, no de ustedes, jojo) era como un triangulito y el de la derecha, como debe ser, un rectangulito. Entré en pánico inmediatamente y como flashback de serie televisiva vino a mi mente el recuerdo de la noche anterior y exclamé "¡pooooooor mi culpa se rompió el dienteeeeeeeeeeeeeeeee!" y ya me veía acudiendo a un dentista especialista en niños solicitando la reconstrucción del arruinado diente de leche mientras aguantaba las miradas de desaprobación de él, de el esposo, de mi familia y de la sociedad entera.

"Güeeeeeeeeero, cooooooooooooooome pleaaaaaaaaaaase!!!!" supliqué y en pocos segundos ahí tenía al esposo enfrente de mí con cara de "¿y ahora qué?". Inicié de inmediato mi retahíla: "se le rompió el dieeeeeeeente, miiiiiiiiiiiiiira cómo estáaaaaaaaaa, está rooooooooto por mi cuuuuuulpa, por la pulsera de ayeeeeeeer, no puedo creer que ya le arruiné el diente y eso que todavía ni le sale bieeeeeeeeen, hay que ir al dentiiiiiiiiiiiista, a lo mejor le pueden poner una prótesis o algo, aaaaaaaaaay su dieeeeeeeeeeente".

El esposo no me creyó, y me dijo que simplemente todavía no le salía bien y por eso yo pensaba que estaba roto "no está roto, está a medio salir" me dijo, y me pidió que me olvidara del asunto.

Sí, cómo no.

A partir de ese día pasé semanas obsesionándome con el diente, tratando de verlo a cada rato para saber de una vez por todas si estaba bien o mal. Quise, por supuesto, ir a ver a un dentista, pero el esposo me dijo que no, que no íbamos a pagar $120 dólares nada más para que nos dijeran lo que ya sabíamos: que todo estaba bien y que yo estoy loca.

Algunos días me convencía de que todo estaba bien, pero otros pensaba que, efectivamente, estaba roto. Sin embargo, al final, me convencí de dejar el asunto un poco por la paz hasta que el diente saliera por completo.

Oh-gran- error

Hace más o menos dos semanas viajamos a Vancouver y vimos a una de mis mejores amigas quien no sabía del asunto y de todos modos dijo al ver que le estaban saliendo los dientes "ay, pero uno está como roto ¿no?". Otra vez regresó el pánico a mí y ahora sí no hubo poder del esposo que me convenciera de que no tenía que llevar a la bebé al dentista... cuando regresáramos al Tomatito... en quince días.

Tristemente, el diente no quiso esperar y todo se complicó justo en el momento en el que ya tenía otras complicaciones con las cuales lidiar. Pasé varios días con el esposo en el hospital en Victoria, British Columbia, y justo en ese momento, al diente se le ocurrió primero cubrirse de encía inflamada y luego ponerse NEGRO (junto con la encía, claro).

Yo quería correr al dentista, pero me encontraba en una isla en la que no conocíamos a nadie, con el esposo en el hospital y varias preocupaciones sobre el regreso a Tomatito (¿volver o no volver? ¿pedir permiso en el trabajo para quedarme con el esposo? ¿gastar una fortuna en hotel, renta del coche y cambios de vuelo o irme con la Frijolita?). Al final no me dio tiempo de ver a un dentista y emprendí el largo y cansado camino a casa.

Afortunadamente, mis amigas de aquí ya me tenían nombres y teléfonos de dentistas, y una de ellas muy amablemente me acompañó con un especialista en niños. Regresamos a Tomatito un jueves muy tarde por la noche y vimos al dentista el lunes... parecen ser pocos días, pero con esos bastó para que el diente se pusiera peor, ya no estaba negro, pero ahora sólo quedaba un pequeño pedacito en pie.

La dentista confirmó lo que yo sospechaba: el diente estaba demasiado dañado, estaba roto hasta el nervio y no había forma de salvarlo, tendría que removerlo. No quise esperar más y decidimos que la extracción se efectuara de inmediato.

Yo ODIO ir al dentista, soy miedosa como la que más, no me gusta el ruido que hace la fresa y me atormenta pensar en el dolor que causan los instrumentos que usan en un consultorio, así que la idea de someter a mi hija a un procedimiento dental no me emocionaba en lo absoluto, pero  no me quedaba de otra.

Mi pobre niña.

Sin saber lo que le esperaba, nos sentamos la dentista y yo frente a frente y la acostamos con su cabeza en las piernas de la doctora y sus piernitas en las mías. Primero le pusieron un gel para adormecerla un poco y creo que desde ahí la Frijolita sospechó que algo raro estaba pasando. Cuando le inyectaron la anestesia comenzó el calvario para las dos, yo nunca había escuchado a mi hija llorar de esa manera, con una combinación de dolor con terror... es horrible, es un llanto que se me quedó en la cabeza y que espero nunca tener que volver a escuchar.

El mentado procedimiento tardó bastante más de lo que la dentista esperaba en un principio así que la bebé y yo sufrimos una tortura prolongada. Yo tenía que sostener sus brazos pero comenzaban a resbalarse de mis manos de tanto que yo estaba sudando, de reojo vi su boca y al verla llena de sangre de repente me invadió una sensación de calor terrible y sentía cómo me latía rápido el corazón. Claro, estaba consciente de que "sólo" se trataba de un diente, de que no le estaban haciendo daño y que todo era por su bien, pero aún así, sus lágrimas, sus gritos, su sangre me tenían mareada, nerviosa y hasta asustada.

Cuando todo terminó la abracé fuerte para consolarla y le pedí perdón mil y un veces. Yo no sé de qué color me puse que hasta un jugo me ofrecieron, pero yo no quise nada, lo único que quería era abrazar a mi bebé y pedirle que me perdonara por la negligencia que ocasionó que terminara adolorida y chimuela.

A la Frijolita se le pasó el susto en cinco minutos y volvió a ser la niña preciosa y sonriente de siempre. A mí... todavía no se me pasa, y ese llanto espantoso me taladra la cabeza de vez en vez. Sobre todo, me ha costado mucho trabajo dejar atrás la culpa tan grande que siento de que la nena haya tenido que pasar por eso y de que no vaya a tener ese dientecito sino hasta que le salga el permanente en unos seis años, a pesar de que la dentista me dijo que estas cosas pasan más de lo que uno se imagina.

"¿Alivianada yo goeeeeeei? ¡PARA NADA!"

Que nadie se le acerque a mi hija, que no se meta absolutamente NADA en la boca, que nadie la mire, que nadie la lastime... ¡que alguien la proteja de la tonta de su madre!

Y de ahora en adelante, no importa lo que diga el esposo, pagaremos cuantas veces sea necesario aunque sea para que me digan que todo está bien y que yo estoy loca.