Aunque este invierno no ha sido tan crudo como los pasados, a mí ya me empezó a dar "cabin fever" y empieza a causarme un poco de ansiedad el sentirme encerrada y sin nada qué hacer con dos niños que, creo yo, necesitan mucho más movimiento que el que pueden tener en la casa. El problema aquí no es solo el invierno sino el hecho de que vivimos en un pueblito bicicletero que no tiene mucho qué ofrecer para los niños (y para nadie, la verdad) y todo lo que vale la pena está a una hora o más manejando, lo cual no es nada práctico, así que el fin de semana pasada pasé, no les miento, horas pensando en qué hacer para entretenernos y salir de la casa. Al final, se nos ocurrió llevar a los niños al alberca del complejo deportivo local para que todos pudiéramos pasar un rato agradable.
Cuando empecé a alistar a la familia para irnos, cometí un error garrafal: le puse el traje de baño a la Frijolita en la casa. Digo que fue un error porque ella se emocionó muchísimo y después no podía entender por qué queríamos ponerle encima otra vez la ropa de calle, la chamarra, las botas y el gorro ¿pues qué no íbamos a nadar? ¿qué cosa cruel era esta de ponerle el traje de baño y luego volverla a vestir? ¿acaso sus papás se habían vuelto locos? La Frijolita no estaba dispuesta a dejarse vencer y nos otorgó el que quizá ha sido el más grande berrinche que ha hecho hasta ahora.
La cosa con los berrinches es que son la única forma que tienen los niños muy pequeños de expresar su frustración. Yo trato de imaginarme que a los niños les sucede lo que a mí me pasaba TODOS los días cuando vivía en China: estás frente a alguien con quien piensas que no debería ser tan difícil entenderte pero ¡no entiendes nada! Y no solo eso sino que tampoco te entienden y la barrera del idioma se convierte de repente en algo tangible y sumamente frustrante que hace que te quieras tirar de los pelos. Yo lo viví durante tres años y, francamente, a veces me quería tirar al suelo a llorar, así que puedo comprender perfectamente que mi hija de dos años explote en un mar de lágrimas porque sus papás no están entendiendo lo que quiere comunicar. Créanme, es HORRIBLE.
Así que en general trato de tener toda la paciencia posible y seguir explicándole lo que pasa, con palabras simples, agachándome para estar a la misma altura, viéndola a los ojos. "Nena, te tenemos que vestir porque para ir a la alberca hay que salir a la calle y hace mucho frío". Nada, cuando el berrinche está a todo lo que da, es muy difícil pararlo. Con todo y que para todo lo demás en mi vida soy sumamente impaciente, increíblemente, los berridos de mis hijos no me alteran sino que bloqueo el ruido y me concentro en guardar la calma y resolver el problema. Lo malo es que el Maple Pie no es así y para él era muy difícil estar escuchando los gritos por demás agudísimos de la Frijolita y tratar de vestirla mientras ella se retorcía y se rehusaba a meter los pies en el pantalón. El berrinche terminó explotando por los dos lados, con el esposo enojado y queriendo abortar la misión porque "para qué todo este desastre si ya estamos todos de malas" (¿todos, kemo sabe?) "y además para el poquito tiempo que vamos a estar en la alberca, no vale la pena".
Así que me tocó armarme de más paciencia para terminar de vestir a la Frijolita, que seguía pataleando, consolarla, preparar al Borreguito, preparar las cosas de todos y convencer al esposo de seguir adelante con el plan. Funcionó y por fin salimos rumbo al deportivo, aunque a esas alturas, la única con media sonrisa en la cara era yo (bueno y el Borreguito porque no tenía ni idea de qué sucedía). El complejo deportivo, la verdad, está bastante bien y tiene en el área de la alberca un vestidor familiar mixto, con lockers y vestidores amplios, una maravilla. Ahí nos encontramos con una mujer, acompañada de otra más joven, que llevaba dos muchachos cercanos en edad que a mí me parecieron hermanos. Los dos muchachos claramente sufrían de discapacidad, pero la de uno de ellos era sumamente severa y contaba con una serie de deformaciones extremadamente graves que ni siquiera puedo describir, se encontraba, por supuesto, en una silla de ruedas.
Mientras alistábamos a nuestros niños, nos tocó ver cómo ellas alistaban a los dos muchachos y cómo preparaban al muchacho en silla de ruedas para ponerlo en una silla especial para meterlo a la alberca (el complejo tiene rampas en la alberca pues dan terapias de rehabilitación física). Salimos hacia la alberca casi al mismo tiempo que ellas y después, mientras nosotros jugábamos con los niños en la parte baja, aquella mujer realizaba ejercicios con los dos muchachos ayudada por la otra chica, que supongo era la terapeuta.
Este episodio fue un momento de mucha reflexión para mí. Ahí estábamos nosotros dos, con nuestros dos hijos sanos, nadando porque estábamos aburridos en la casa y planeando una noche simple de pizza y películas; mientras tanto, ahí estaba esa mujer con sus dos hijos discapacitados, haciendo ejercicios de rehabilitación para poder darles una mejor calidad de vida. No quiero decir que su vida sea peor o mejor que la mía, es simplemente una vida diferente, pero eso sí, mucho más difícil y me atrevo a decir, llena de dolor.
La lástima es un sentimiento negativo y no fue eso lo que me invadió, pero sí se apoderó de mí una fuerte sensación de agradecimiento, humildad y un poco de vergüenza. Otra vez, por pura casualidad, créanme, nos tocó encontrarnos en el vestidor y al mismo tiempo empezamos a preparar a nuestros hijos para partir. Está por demás decir que nosotros, con dos niños pequeñitos, chamarras, botas, gorros y guantes, terminamos primero. Cuando nos fuimos, me despedí de ellos con un "bye, have a great day". Me quedé pensando mucho y lo que quiero compartir con ustedes es esto:
¿Cuántas veces nos quejamos de nuestros hijos o perdemos la paciencia con ellos sin ponernos a pensar si realmente vale la pena sentirnos así y si estamos siendo justos con nosotros y con ellos?
¿Cuántas veces, por el contrario, ponemos las cosas en perspectiva y nos ocupamos más en agradecer que en quejarnos?
Si el mayor problema que tenemos con nuestra hija es que hizo una pataleta y no se dejaba poner la ropa porque no nos estábamos entendiendo con ella, creo que somos extremadamente afortunados.
Si el mayor problema que tenemos con nuestro hijo es que no le gusta estar mucho tiempo solo y a veces no me da tiempo de tomar el baño largo que añoro, creo que somos extremadamente afortunados.
Somos afortunados por el hecho de que somos padres, porque nos pudimos embarazar rapidísimo las dos veces, porque, con todo y las incomodidades y dolores normales, viví dos embarazos saludables y que llegaron a término y porque me entregaron dos bebés sanos en todos los sentidos habidos y por haber.
Si mi mayor tragedia en la vida es que no pude parir a mis hijos de manera natural, en agua y en mi casa como yo quería y tuve que pasar por dos cesáreas, soy afortunada. Si mi mayor frustración con mi hija es que, por las razones que sea, no la amamanté como quise, soy afortunada. Si mi mayor preocupación cuando nació mi hijo fue que nació con una pequeña bolita en el lóbulo derecho ("skin tag" o "lunar de carne" me han dicho que se dice), soy extremadamente afortunada.
Todo fuera como eso.
Mi admiración completa y total para los padres que con su mayor esfuerzo y amor crían a un hijo con alguna discapacidad o problema. No puedo siquiera empezar a imaginar lo difícil que debe ser en todos los aspectos. Quizá no puedo hacer nada para aminorar su carga, pero la enseñanza que nos dejan a los demás papás todos los días no debe pasar desapercibida.
De verdad me parece que no hacemos el suficiente esfuerzo todos los días por darnos cuenta de lo afortunados que somos, pero no solo eso, por poner en perspectiva los pequeños inconvenientes del día a día, que si el niño no se comió todas sus verduras, que si la niña se arrancó los moñitos del pelo que tanto trabajo nos costó ponerle, que si se ensuciaron el trajecito que les pusimos, que si no dejan de decir "mami, mami, mami, mami" mientras caminan tras de nosotras cuando estamos haciendo una llamada importante... en fin, tantas y tantas cosas pequeñas y sin importancia que nos tomamos demasiado a pecho sin ponernos a pensar en la fortuna que tenemos en tener hijos que pueden moverse, caminar, hablar y hacer travesuras.
Todo fuera como eso ¿no creen?
Así que me tocó armarme de más paciencia para terminar de vestir a la Frijolita, que seguía pataleando, consolarla, preparar al Borreguito, preparar las cosas de todos y convencer al esposo de seguir adelante con el plan. Funcionó y por fin salimos rumbo al deportivo, aunque a esas alturas, la única con media sonrisa en la cara era yo (bueno y el Borreguito porque no tenía ni idea de qué sucedía). El complejo deportivo, la verdad, está bastante bien y tiene en el área de la alberca un vestidor familiar mixto, con lockers y vestidores amplios, una maravilla. Ahí nos encontramos con una mujer, acompañada de otra más joven, que llevaba dos muchachos cercanos en edad que a mí me parecieron hermanos. Los dos muchachos claramente sufrían de discapacidad, pero la de uno de ellos era sumamente severa y contaba con una serie de deformaciones extremadamente graves que ni siquiera puedo describir, se encontraba, por supuesto, en una silla de ruedas.
Mientras alistábamos a nuestros niños, nos tocó ver cómo ellas alistaban a los dos muchachos y cómo preparaban al muchacho en silla de ruedas para ponerlo en una silla especial para meterlo a la alberca (el complejo tiene rampas en la alberca pues dan terapias de rehabilitación física). Salimos hacia la alberca casi al mismo tiempo que ellas y después, mientras nosotros jugábamos con los niños en la parte baja, aquella mujer realizaba ejercicios con los dos muchachos ayudada por la otra chica, que supongo era la terapeuta.
Este episodio fue un momento de mucha reflexión para mí. Ahí estábamos nosotros dos, con nuestros dos hijos sanos, nadando porque estábamos aburridos en la casa y planeando una noche simple de pizza y películas; mientras tanto, ahí estaba esa mujer con sus dos hijos discapacitados, haciendo ejercicios de rehabilitación para poder darles una mejor calidad de vida. No quiero decir que su vida sea peor o mejor que la mía, es simplemente una vida diferente, pero eso sí, mucho más difícil y me atrevo a decir, llena de dolor.
La lástima es un sentimiento negativo y no fue eso lo que me invadió, pero sí se apoderó de mí una fuerte sensación de agradecimiento, humildad y un poco de vergüenza. Otra vez, por pura casualidad, créanme, nos tocó encontrarnos en el vestidor y al mismo tiempo empezamos a preparar a nuestros hijos para partir. Está por demás decir que nosotros, con dos niños pequeñitos, chamarras, botas, gorros y guantes, terminamos primero. Cuando nos fuimos, me despedí de ellos con un "bye, have a great day". Me quedé pensando mucho y lo que quiero compartir con ustedes es esto:
¿Cuántas veces nos quejamos de nuestros hijos o perdemos la paciencia con ellos sin ponernos a pensar si realmente vale la pena sentirnos así y si estamos siendo justos con nosotros y con ellos?
¿Cuántas veces, por el contrario, ponemos las cosas en perspectiva y nos ocupamos más en agradecer que en quejarnos?
Si el mayor problema que tenemos con nuestra hija es que hizo una pataleta y no se dejaba poner la ropa porque no nos estábamos entendiendo con ella, creo que somos extremadamente afortunados.
Si el mayor problema que tenemos con nuestro hijo es que no le gusta estar mucho tiempo solo y a veces no me da tiempo de tomar el baño largo que añoro, creo que somos extremadamente afortunados.
Somos afortunados por el hecho de que somos padres, porque nos pudimos embarazar rapidísimo las dos veces, porque, con todo y las incomodidades y dolores normales, viví dos embarazos saludables y que llegaron a término y porque me entregaron dos bebés sanos en todos los sentidos habidos y por haber.
Si mi mayor tragedia en la vida es que no pude parir a mis hijos de manera natural, en agua y en mi casa como yo quería y tuve que pasar por dos cesáreas, soy afortunada. Si mi mayor frustración con mi hija es que, por las razones que sea, no la amamanté como quise, soy afortunada. Si mi mayor preocupación cuando nació mi hijo fue que nació con una pequeña bolita en el lóbulo derecho ("skin tag" o "lunar de carne" me han dicho que se dice), soy extremadamente afortunada.
Todo fuera como eso.
Mi admiración completa y total para los padres que con su mayor esfuerzo y amor crían a un hijo con alguna discapacidad o problema. No puedo siquiera empezar a imaginar lo difícil que debe ser en todos los aspectos. Quizá no puedo hacer nada para aminorar su carga, pero la enseñanza que nos dejan a los demás papás todos los días no debe pasar desapercibida.
De verdad me parece que no hacemos el suficiente esfuerzo todos los días por darnos cuenta de lo afortunados que somos, pero no solo eso, por poner en perspectiva los pequeños inconvenientes del día a día, que si el niño no se comió todas sus verduras, que si la niña se arrancó los moñitos del pelo que tanto trabajo nos costó ponerle, que si se ensuciaron el trajecito que les pusimos, que si no dejan de decir "mami, mami, mami, mami" mientras caminan tras de nosotras cuando estamos haciendo una llamada importante... en fin, tantas y tantas cosas pequeñas y sin importancia que nos tomamos demasiado a pecho sin ponernos a pensar en la fortuna que tenemos en tener hijos que pueden moverse, caminar, hablar y hacer travesuras.
Todo fuera como eso ¿no creen?